El hospital, su refugio

10 de agosto de 2008

Son las dos; la calle está oscura y vacía. Subiendo la ancha escalera, del otro lado de la puerta, la quietud es la misma. No hay oscuridad pero hay silencio. Sólo cinco personas ocupan los asientos de la sala de espera en la Guardia del Hospital Vicente López. Dos de ellas llegaron allí acompañando a un familiar enfermo; los otros tres, duermen envueltos en unas viejas frazadas. Esa habitación pulcra, de paredes blancas y frente vidriado, es el refugio que les permite escapar de las veredas frías en otoño.
Eduardo (57) abre la puerta, y apenas sale del edificio enciende un cigarrillo. No quiere dormir todavía. Está esperando que llegue la mujer que limpia el piso en este horario: ya sabe que cuando eso sucede ellos deben levantar sus cosas y salir. “Prefiero hacer tiempo hasta que venga, así le ahorro trabajo al guardia que siempre nos despierta.” Mientras fuma, revela: “Yo sé que soy una molestia en este lugar. El día lo voy pasando, porque voy de un lado a otro, pero la noche para mí es una locura. Llegan las nueve y ya me pongo a pensar. Me pongo mal de tanto darme manija”.
Nadie viene a limpiar aún. Sin embargo, el guardia comienza a despertarlos uno por uno, porque llegó una ambulancia con una camilla. “Cuando hay emergencias tenemos que hacer que estén sentados, y no durmiendo, roncando y con todas sus cosas desparramadas. Al ser un lugar público nadie los puede echar, pero el director del hospital no quiere que den mal aspecto, así que tenemos que hacer que se acomoden como cualquier otra persona que espera, aunque si es posible tenemos que lograr que se vayan”, explica Carlos, que hace tres meses trabaja como personal de seguridad.
Eduardo está acostumbrado a estas situaciones. “Hoy está bastante tranquilo, pero hace cuatro días era una locura. Parece que un chico se murió asfixiado, así que acá estaba lleno de gente, todos desesperados. A veces, cuando hay muchas urgencias me voy a la vereda de enfrente. ¿Ves allá, en donde está la botella con un poquito de gaseosa? Ahí tengo mi oficina”, ironiza y sonríe.
“Yo también soy humano – dice Carlos-. Cuando hace frío no es lindo mandarlos a la calle, pero a veces no nos queda otra y tenemos que hacerlo”
Cuando les pide que se sienten, dos de los hombres se desperezan y obedecen, pero el tercero reacciona enojado. Pregunta por qué los echan si en todos los hospitales hay gente durmiendo. Después de unos minutos guarda la frazada y un pequeño reloj en una bolsa y vuelve al frío de la calle.
Eduardo interroga a los dos que quedaron. Quiere saber qué dijo el guardia mientras él estaba afuera. Ya son casi las tres y después del incidente teme que no los dejen permanecer más allí.
“Yo me muero si me sacan de acá. Me estoy terminando de hacer unos estudios, necesito quedarme por la zona. ¿A dónde voy a ir?”, se pregunta Eduardo. “Estoy agotado. Ya no tengo fuerzas.”
En su cabeza, otra vez la locura que descubre la noche.

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Ser parte

1 de julio de 2008

Para llegar a la escuela en donde cursa 2º año del polimodal, Maira Echevarría debe recorrer unas ocho cuadras, pero a veces el camino se hace más largo. A menudo encuentra rampas obstruidas por autos estacionados y otras que están mal hechas o rotas. Son muchas las barreras que le dificultan desplazarse en su silla de ruedas. Aún así, se considera afortunada por poder estudiar cerca de su casa, ya que muchos chicos que tienen su misma condición física no tienen esa oportunidad.

Maira tiene 17 años; es un poco más grande que sus compañeras porque empezó la primaria un año después. Cuando tenía la edad de ingresar a primer grado, sus papás la anotaron en la escuela 502 de Vicente López, que es un establecimiento especial para chicos con discapacidad motora. “Ese mismo año salió la ley de integración en las escuelas comunes, y como yo no tengo problemas de aprendizaje, la directora de la 502 le sugirió a mi mamá que esperara hasta el año siguiente y me hiciera ingresar en una escuela común.” Sus padres siguieron los consejos y, al año siguiente, comenzaron a buscar una escuela para anotar a su hija. “Probaron de anotarme en la Nº 19 pero no les dieron bolilla. Después fueron a la Nº 10, que queda a tres cuadras de mi casa, y ahí me recibieron sin problema. La maestra que me tocó, además de dar clases ahí, trabajaba en una escuela especial con chicos sordos y la directora era muy luchadora, así que estaban comprometidas con el tema e hicieron todas las gestiones para que el edificio se adecuara.”

En el caso de Maira, gracias a la voluntad de las docentes y a la de sus papás, que formaron la Asociación de Padres “De Adentro Para el Mundo”, hizo que el establecimiento se modificara. “Cada cosa costaba un montón pero lograron que hicieran la rampa en la entrada, el baño con más espacio para poder entrar con la silla de ruedas y, unos años después, un ascensor para que pudiera subir a las aulas de tercer ciclo que estaban en el piso de arriba”, relata.

“Tres años antes de que yo terminara la primaria, mis papás empezaron a trabajar en la escuela media a donde voy ahora. Aún así, todavía no tengo un baño en donde yo pueda entrar. Son tan chiquitos que no paso ni ahí con la silla de ruedas, así que lo que hago es ir al baño antes de salir y después venir bien rápido a mi casa. No me puedo tomar una gaseosa, porque sino no aguanto las cuatro horas”.

“Hacen leyes y leyes pero sería mejor que empezaran por cumplir las que ya están… Nosotros tenemos ganas de ser parte de la sociedad, como cualquier persona, pero necesitamos voluntad de todas las partes para lograrlo.”

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Los tobas también tienen derechos

21 de junio de 2008

“Yo no sé lo que dice la constitución sobre los Derechos Humanos. Desde el punto de vista de la palabra de Dios, para mí es atender las necesidades de aquella gente que está a mí alrededor y que realmente necesita ayuda. Todo el mundo tiene derecho a vivir bien, todo el mundo tiene derecho a recibir instrucción y también a tener trabajo.”

Alba Montes de Oca, que nació en Rosario y a los 34 años se fue a vivir a una comunidad toba, cuenta: “Trato de llenar las necesidades de las personas cuando puedo, y cuando no puedo busco ayuda donde me sea necesario”.
Lo expresa convencida y de una forma sencilla, pero durante los 12 años que vivió en General San Martín, Chaco, no le resultó fácil buscar ayuda para hacer valer los derechos de los tobas.
En 1964, cuando llegó a la comunidad aborigen como misionera de la Iglesia Bautista, los tobas no estaban inscriptos en el Registro Civil. “Era como si no existieran”, enfatiza la obstetra.

Al no tener partida de nacimiento, los niños no podían asistir a la escuela. Montes de Oca estaba decidida a que ellos tuvieran sus documentos, por lo tanto se dirigió al Registro Civil y le llevó su pedido al pedido al director. “Me hubiera querido echar, pero no pudo porque ya me había escuchado”, bromea.
Efectivamente no la echó, pero las respuestas no eran mucho más alentadoras. Le prometían una y otra vez que iban a enviar a alguien que inscribiera a los tobas, pero nunca cumplían. Cansados de esperar, los hombres de la comunidad le decían a Montes de Oca: “¿Viste señorita? Ellos no nos quieren…”

Aún así, la misionera se presentaba todas las semanas en el Registro Civil. Finalmente, ante tanta insistencia, el director dictó una resolución por la cual le daba autoridad para inscribir, enrolar y casar, y le dio todos los elementos necesarios para hacerlo.

Mientras los inscribía, Montes de Oca comenzó a enseñar a los hombres en su casa a leer y a escribir. Cuando todos tuvieron sus documentos, gestionó ante el Gobierno que pusieran un centro de alfabetización en su casa, y así fue. Un tiempo después, las iglesias de barro y paja que habían construído los tobas desde la llegada de la misionera, se convirtieron en las primeras escuelas de la zona. “Los blancos discriminaban mucho a los tobas, pero cuando tenían que ir a la escuela no lo hacían, porque sino tenían que caminar 10 kilómetros. Ahí empezaron a integrarse, y los tobas se sentían contentos porque yo les enseñaba que Dios nos manda a perdonar y amar a aquellos que nos hacen daño”, cuenta.

Algunos tobas eran empleados en los campos donde se sembraba algodón. Un día, Montes de Oca fue a la Secretaría de Trabajo y Previsión a averiguar cuál sería el salario justo que debían cobrar por el trabajo que hacían y les informó a los tobas. “Los patrones cada día me odiaban más. Se enojaban y decían: ‘esta mujer ahora no deja que los explotemos’” recuerda.

“Todo lo que veía que molestaba su vida, que no los dejaba crecer, trataba de solucionarlo. Lo que dice la Constitución acerca de los derechos humanos yo no lo sé, pero me atengo a lo que Dios me manda a hacer”, afirma.


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Sin barreras para jugar

17 de junio de 2008

Una nena de unos nueve años se trepa y sube a una gran hamaca de la plaza Udine, del barrio de Floresta. Resulta un poco incómodo sentarse allí: no hay un espacio para extender las piernas y no se ve otra forma de subir si no es saltando el enrejado que cierra a ese juego. La pequeña se para en la base, y sosteniéndose de los costados, se balancea con mucha fuerza para llegar alto. Luego de hacer fuerza durante un rato, afloja dos trabitas, baja el enrejado de atrás (sólo un poco) y se acuesta. Otro niño se acerca, y la ayuda a hamacarse.

“Así es como se rompen los juegos. Yo no digo que lo usen, pero tendrían que tener cuidado porque hay chicos que los necesitan sí o sí”, observa una joven en la plaza de la esquina de Mercedes y Camarones.

Hay tres chicos más en ese sector del parque que, como explica un cartel, está diseñado “para que los niños con capacidades diferentes puedan jugar como los demás”. Las trabitas que la nena aflojó sirven para bajar uno de los enrejados y convertirlo en una rampa, ya que tanto la hamaca como la calesita tienen espacios amplios para que allí pueda acomodarse cualquier niño que se movilice en silla de ruedas. Pero esta “plaza integradora” –como indica el cartel- no sólo está pensada para chicos con esta característica: un tatetí con piezas que tienen las “x” y los círculos grabados, permite que los niños elijan para qué lado girar las fichas no sólo con la vista sino también con el tacto.

Este sector de la plaza no tiene arena, escalones, ni ninguna otra barrera de las que presentan la mayoría de los parques. Este espacio, cerrado con rejas, y con un banco de cemento rodeándolo por fuera, tiene además un cartel que enseña cómo decir algunas frases utilizando el lenguaje de señas. El lema es: “Todos podemos comunicarnos”. La tinta se gastó un poco desde el 2005, cuando instalaron estos juegos, pero aún se puede aprender cómo preguntar “¿cómo te llamas?” o cómo decirle “amigo” a alguien a través del lenguaje de las manos.

En el otro costado de la plaza, tras otras rejas, se encuentran los trepadores, toboganes (con escaleras), y otros juegos que no todos los niños pueden usar. Sin embargo, los que se divierten en ambos sectores son los mismos: los que pueden saltar, trepar y correr. La dueña del quiosco de la esquina dice que a esa plaza limpia y de coloridos juegos “no va nadie”. Tal vez sea porque, para que una plaza sea accesible no sólo debe tener rampas, sino que debe estar en el barrio en el que cada chico la necesite.


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El deporte: una oportunidad de inclusión

12 de junio de 2008

Esto no es una obra asistencial ni de caridad, esto es un club de rugby”, aclara Alejandro López Naguil, entrenador de Infantiles del Virreyes Rugby Club. Sin embargo, el Proyecto Virreyes, que nació en 2003 como una pequeña escuelita de rugby en el partido bonaerense de San Fernando, desde el inicio demostró que sus objetivos no eran los de cualquier club. Sus iniciadores encontraron en el deporte una buena herramienta para promover la integración social, al igual que otras 50 organizaciones no gubernamentales que trabajan junto a la Secretaría de Deporte de la Nación.

“El deporte constituye el puente de ingreso, la herramienta fundamental para el abordaje de acciones sociales y se convierte en el protagonista por excelencia al hablar de oportunidades, inclusión, igualdad, desarrollo, calidad de vida y derechos humanos”, proclama la Subsecretaría de Deporte Social en el Programa Nacional de Deporte e Inclusión Social que desarrolla. Uno de sus proyectos es el de “Formación de Promotores Deportivos”, que consiste en capacitar a jóvenes de sectores con alto índice de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) para desempeñarse como promotores deportivos en sus barrios. Gabriel Andreu, director de Fomento Deportivo, explica: “Trabajamos para que los chicos -aunque no lleguen a ser campeones nacionales- puedan, a través del deporte, encontrar felicidad y relacionarse de otra manera con sus compañeros.”

“Nuestro desafío es seguir creciendo en el juego, y que eso haga que los chicos vayan creciendo más como personas”, expresa Carlos Ramallo, vicepresidente y fundador -junto a Marcos Julianes- del Virreyes Rugby Club. Allí brindan clases de apoyo escolar y entregan becas del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires a unos 200 jugadores, para evitar la deserción escolar.

También existen organizaciones internacionales que promueven el deporte como una fuerza de cambio social. Una de ellas es la Fundación Laureus, que desde 2003 tiene una sede en Argentina presidida por Hugo Porta. El ex capitán de Los Pumas, que fue quién decidió traer la organización al país, explicó en mayo a La Nación: “Mientras que en Europa están preocupados por la obesidad y el medio ambiente, en América latina y África los temas por resolver con urgencia son el hambre, la educación y la salud. A pesar de que no son problemas similares, creo que las ganas y la fuerza del deporte pueden ayudar a cambiar las cosas”. Emerson Fittipaldi, bicampeón de Fórmula Uno, participa en la misma fundación y, en abril de 2003, expresó a la revista Tercer Sector que, a través de los programas que desarrollan, a los niños “se les inculca una disciplina deportiva y se les arrima un sueño en la vida, que es algo muy importante”.

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Un insólito recorrido diario

9 de junio de 2008

Son tan sólo unas 50 cuadras las que separan a la estación Boulogne del Ferrocarril Belgrano de la estación San Isidro del ramal Mitre. Existen tres líneas de colectivo que realizan ese recorrido y en menos de 30 minutos pueden llevar a cualquier persona de un punto a otro. Pero Cristina Block no tiene esa posibilidad. Nació con osteogénesis imperfecta, una enfermedad que se conoce como “huesos de cristal”, que provoca que se fracture fácilmente, por lo que debe utilizar silla de ruedas.

Las tres empresas de colectivos en las que debería viajar para trasladarse de su casa al trabajo confirmaron que no poseen unidades adaptadas. “Los pasillos son muy angostos. Adelante hay lugar para poner la silla, pero para subir tampoco tienen rampas”, reconoció un empleado de la línea 338.
Para llegar al lugar donde vende los billetes de la Lotería La Solidaria, Cristina viaja hasta la estación Retiro con el ferrocarril Belgrano, y allí toma el tren que la lleva a San Isidro.

“Yo hago una vida normal, pero a veces siento estrés por los viajes. Siempre digo que a mí no me detiene la silla, sino el no tener una infraestructura adecuada como exige la ley.”

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